La Balanza en Occidente

Carmen Ordóñez de Santiago, Dic 2000

Seleccionada y expuesta en el XVIII Congreso Ibérico Madrid-2001

 

...Cuando salí fuera, abajo, y vi el cielo,

el sol que salía por oriente, la luna que bajaba por poniente y algunas otras estrellas,

toda la tierra y todo lo que El hizo al principio,

alabé al Señor del Juicio y le rendí honor,

pues había sacado al Sol de las ventanas de Oriente,

 y había subido y salido a la faz del Cielo ,

 y había empezado a marchar por el camino que le fue indicado .

(1En. 83, 11)

 

                La primera noción empírica del tiempo que experimenta el ser humano individual y la humanidad toda como colectivo es la diferencia entre el día y la noche. El hombre primitivo que observa aterrado como el mundo se cubre de sombras por un tiempo indeterminado, pero de forma sistemática, sufre del mismo asombro, del mismo miedo a la oscuridad que cualquier niño de corta edad.

                De ahí que, cuando comprueba que el Sol vuelve a aparecer, día tras día, en el horizonte y aproximadamente por el mismo lugar, establezca una conexión inevitable entre ese punto concreto y la divinidad misma: Dios luminoso y brillante; Sol que nos proporciona luz, vida y calor; demiurgo solar, creador y fecundador, y a la vez dios uranio y celeste, que con su carro recorre el firmamento cada día por un camino que nos asegura el orden natural del cosmos.

                Entonces el hombre eleva su plegaria hacia ese lugar y mirando hacia allí ejecuta sus ritos y sacrificios, manifiesta sus dudas y proclama sus certezas: el Este se ve como un símbolo de nacimiento y también de renovación. Por contraposición, el lugar por donde el Sol se pone se siente inevitablemente como un camino hacia las regiones inferiores, hacia lo que la Tierra -redonda o plana- esconde bajo nuestros pies. Durante la noche, el Sol se convierte en dios ctónico y el Occidente (de occidere, morir) en el umbral del Más Allá.

                No es de extrañar pues que numerosas culturas hayan situado en este punto la puerta de entrada al otro mundo, ni que buena parte de las hierofanías arcaicas envíen hacia allá a sus muertos en sus cultos funerarios, con la esperanza de un renacimiento en brazos del astro rey que acompañará a las almas en su camino por las regiones oscuras. Porque el Sol no es como la Luna, que muere para renacer al tercer día, sino que sobrevive ascendiendo nuevamente cada día desde el mundo inferior y por ello puede encomendársele esta función de psicopompo.

                Ahora bien, dentro de esta concepción escatológica pueden distinguirse dos vías: una más primitiva, la del héroe solar que conquista la inmortalidad a través de una serie de pruebas iniciáticas, y otra más humana que se desarrolla posteriormente y que introduce un componente de tipo ético valorando el comportamiento que el difunto tuvo en vida. Este Juicio, ya se conciba como particular o como universal, y su símbolo más representativo -la Balanza- han marcado la historia de las creencias religiosas hasta nuestros días.

                Rastreando sus huellas encontramos esta psicostasia en epopeyas como la de Gilgamesh, en los textos funerarios egipcios, en la literatura apocalíptica judía y en la escatológica cristiana y musulmana, que quizás como religiones monoteístas que son han quedado más profundamente marcadas por este culto solar y sus consecuencias.

                Los poetas -que son quienes registran con mayor fidelidad los rasgos del inconsciente colectivo- desde Homero hasta Milton han recogido también esta metáfora del pesaje de las almas.

                Y finalmente esta Balanza situada en Occidente ha quedado instalada en un lugar privilegiado, dentro del  más universal de los arquetipos: el Zodíaco estelar.

EL MUNDO GRIEGO

Religión y cosmovisión en el Helenismo

                Pocos momentos se han dado a lo largo de la historia en los cuales un fenómeno de simbiosis cultural haya tenido tan amplias y hondas resonancias como el que se desarrolló durante el periodo helenístico. Tal es así que aún en la actualidad podemos detectar sus huellas, que han marcado profundamente toda la historia del pensamiento.

                Oriente y Occidente se funden por vez primera en una amalgama en la que el alma oriental, sinuosa y desmesurada por naturaleza, encuentra de repente el necesario sentido de la medida y el orden geométrico que el espíritu griego iba a ofrecerle. Al mismo tiempo, el ciudadano de la polis se siente fascinado por lo inaudito y lo prodigioso del exotismo oriental.

                Los frutos de esta confrontación, de un valor in-calculable, forman parte del patrimonio de la humanidad con pleno derecho: Por sólo citar un ejemplo, en la cosmopolita Alejandría ptolemaica se fijan los textos homéricos y se elabora la primera versión de la Biblia -modelo para la más universal de todas las producciones literarias, la Vulgata- en la lengua culta de la época.

                En este cruce de razas y civilizaciones se produce un hecho aún de mayor relevancia: se inaugura una nueva cosmovisión, que surge de la interacción entre la joven ciencia desarrollada por los griegos y las ideas filosóficas en vigor, herederas directas de las viejas creencias orientales

                Desde el primer Helenismo, con las conquistas de Alejandro, surge una tendencia unificadora que se manifiesta en lo biológico por el mestizaje, en lo lingüístico por la lengua común -la koiné-  y en lo religioso por el sincretismo, factores que se consolidarán después de la conquista romana de Grecia y Oriente. La influencia babilonia se deja sentir desde el siglo V, y los contactos culturales entre este pueblo y el mundo griego están abundantemente atestiguados entre los años 300 y 100.

                Pese al predominio inevitable de lo local, lo que en aquellos momentos comparte un egipcio con un palestino o un ateniense con un sirio es una misma visión del mundo, una misma geografía cósmica y metacósmica y un mismo reconocimiento de la posición del hombre dentro de ella. Todo el sistema de creencias religiosas y míticas del momento se asienta en esta cosmovisión, entendiendo el término en su sentido más literal.

                Se ha discutido desde hace tiempo si el origen de esta cosmovisión común surge de la orientalización de Grecia o de la helenización de Oriente. Probablemente su germen se encuentra por todas partes antes de la unificación política y de la mezcolanza étnica. Ahora bien, no cabe duda de que el trabajo de selección y estructuración corresponde a la cultura griega.

                También en esta época, y como fruto de este sincretismo, se produce la sistematización del código astrológico, curioso fenómeno en el que intervienen simultáneamente el desarrollo de la ciencia y la difusión de las religiones astrales que fusionan las mitologías orientales con las greco-romanas.

Las doctrinas filosóficas imperantes

                 Todo espíritu que percibe, tras el movimiento de las esferas, una inteligencia ordenadora, se siente inclinado a situar la divinidad en el Cielo.  Este enunciado, que utiliza Seznec en Los dioses de la Antigüedad, resume de manera acertada el pensamiento platónico. Y es que las grandes escuelas filosóficas hicieron que el hombre mirara hacia arriba descubriendo el mundo lunar, asiento de las almas, y más arriba el de los cuerpos inmortales: las siete esferas planetarias y la octava de las estrellas fijas.  

                En un cierto sentido, la filosofía había ido preparando el terreno a la aceptación de la astrología en este periodo. Los diferentes sistemas de pensamiento vigentes entonces comparten una serie de teorías que se aproximan a lo que hoy conocemos como holismo: la unidad del cosmos, la simpatía universal de todos los elementos y la dialéctica entre macrocosmos y microcosmos.

                El mismo impulso que empujaba al estudio y reconocimiento del dominio de leyes rigurosas que rigen el universo iría acercando paulatinamente el libre pensamiento griego al fatalismo oriental: La regularidad de los ritmos cósmicos se ve como un síntoma de la perfección divina, y se contrapone a la imperfección humana.

                Ya en el siglo VI la filosofía jónica, en sus presupuestos astronómicos, había traído numerosas nociones del Oriente. También las creencias religio-sas de los órficos, movimiento que perturba notable-mente el alma griega,  nos remiten directamente al mundo oriental.

                En la escuela pitagórica se presiente un temor reverencial por este orden inmutable y la sublime belleza de la armonía celeste, por la regularidad absoluta con la que se cumple el movimiento planetario.

                En la primera mitad del periodo helenístico, el elemento griego irrumpe en Oriente. Sin embargo, en una segunda fase se va experimentando de forma creciente el influjo de las antiguas religiones y costumbres de la vida oriental. Poco a poco, lo griego se va apartando del Logos para abrazar la Gnosis.

                Serán finalmente los estoicos, de la mano de Posidonio de Apamea -el sucesor de Panecio en la dirección de la Stoa- que es quien acuña el principio de la simpatía cósmica, quienes sitúen a la astrología en el vértice de la ciencia griega contemporánea en los albores del siglo I. Pero de alguna manera todas las escuelas filosóficas, excepto epicúreos y escépticos, estaban impregnadas de la doctrina astrológica en mayor o menor medida.

                En resumen, el desarrollo de la doctrina de las estrellas entre los griegos parte de una racionalización y una geometrización del cielo, como pasos previos para una estructuración teórica. También contribuye a ello la mitologización estelar: Ya entre platónicos y pitagóricos estaba extendida la idea de que las almas de los muertos perviven en el cielo. Un paso definitivo en este sentido lo constituye el fe-nómeno de los catasterismos, a partir del cual los héroes y personajes legendarios de la Antigüedad son colocados en el firmamento, configurando las constelaciones. Y finalmente el sincretismo religioso, favorecido por la propagación de las sectas orientales, fusionará definitivamente la astrología con los mitos greco-romanos.

                       Tropezamos aquí constantemente con arquetipos del inconsciente colectivo, o prototipos instalados en la memoria de la humanidad, aunque cabe preguntarse en qué medida no son fruto de esta constante interacción cultural que se produce entre diferentes pueblos en esta franja concreta de tiempo y espacio históricos.

 EL MUNDO JUDÍO

                La religión astral deslumbra también a los pensadores e historiadores judeo-helenísticos. Por ejemplo, en Filón de Alejandría encontramos a los gran-des patriarcas encarnados alegóricamente a la usanza de la antigua mitología helénica o mesopotámica. Abraham aparece como el inventor de la magia y de la astrología : Su lugar de nacimiento se sitúa en Ur, Caldea. Este encuentro con motivos y temas mitoló-gicos orientales se manifiesta especialmente en la apocalíptica.

                En la época que nos ocupa, no sólo Palestina, sino todo el Oriente Próximo era un hervidero de sectas religiosas. El judaísmo aparecía en formas muy variadas, y el cristianismo -en su estado más germinal- era una más de ellas.

                Con frecuencia el pensamiento religioso iba estrechamente unido a un movimiento ideológico más amplio. Entre toda esta pluralidad de manifestaciones religiosas destaca la corriente apocaliptica.

La literatura apocalíptica

                La apocalíptica podría definirse como un género literario de los escritos de revelación que desvelan -literalmente significa desvelar lo oculto- los secretos del más allá, especialmente los del final de los tiempos, junto con la cosmovisión y concepciones en general que proceden de tal género. Así cabría distinguir entre Apocalipsis como género literario, apocalipticismo como movimiento social y escatología apocalíptica como perspectiva religiosa.

                Se pueden distinguir dos tipos de apocalipsis: unos de carácter histórico, con revelaciones sobre el futuro de los pueblos; y otro cosmológico, en el que las visiones del cosmos toman un papel predominante.

                Algunos sitúan los orígenes de estos primeros escritos hacia el siglo V. En cualquier caso, parece haber acuerdo en que la tradición apocalíptica que conocemos mejor se remonta al siglo III y su desarrollo se sitúa entre el 200 aC. y el 100 dC., con la consiguiente influencia del sincretismo helenístico y del pensamiento persa.

                Si durante todo este tiempo se escribieron numerosas obras de estas características es sin duda porque había un movimiento ideológico y una preocupación social sobre el tema. El determinismo, el interés por todo lo referente al mundo de los ángeles -sin duda paralelo a la introducción de los catasterismos entre los griegos- y la idea generalizada de que el mundo camina hacia un fin preconcebido estaban tan enraizados en la sociedad como en los textos que han llegado hasta nosotros.

                Lo apocalíptico era tema común en el ambiente de la época. Así pues no es extraño encontrar con frecuencia motivos propios del tema en obras que pertenecen a otros géneros literarios. En cierto modo podría decirse que el apocalipticismo entonces significaría algo similar al esoterismo actual -precisa-mente cuando nos hallamos también inmersos en un proceso de cambio milenarista similar al de entonces- que nos llega envuelto en ideologías Nueva Era y también con la mirada vuelta hacia el Oriente.

                La importancia de los elementos mitológicos y cosmológicos que inundan la literatura apocalíptica, fue probablemente la causa principal de su enorme difusión en la época.

                Precisamente son estos elementos de carácter simbólico, procedentes tanto de la tradición bíblica como de la mítica oriental, los que situaron a la literatura apocalíptica en los límites de lo canónico[1] y también los que hicieron de ella un preludio de la gnóstica. Y ha sido probablemente este matiz de orientalidad el que nos ha permitido acceder a algunos textos que el oriente cristiano, la iglesia copta en concreto, ha preservado en mejores condiciones: Los libros de Jubileos y Enoc.

Fuentes del Libro de Enoc

                Si hay un texto paradigmático de la literatura apocalíptica de la época éste es el Libro de Enoc. En él reconocemos fácilmente algunos prototipos de origen babilónico, junto con la tradición helenizante y ciertos rasgos de procedencia egipcia. Pertenece además al género de apocalipsis cósmico, lo que nos dá la pauta para establecer una serie de relaciones entre diferentes religiones del momento que comparten una cosmovisión común.

                     Científico y ético a un mismo tiempo, abundan en él los pasajes sobre fenómenos físicos y astro-nómicos, junto con enseñanzas de tipo moral, correlacionadas con el orden natural del cosmos, y principalmente con la contraposición entre la perfección de la Naturaleza frente a la imperfección humana.

                Enoc es la encarnación judía de un rey sabio babilonio. A su muerte, a la edad de 365 años -en referencia vivísima con la duración del año solar-  sube a los cielos en forma de constelación, al modo griego, y es maestro de la astrología por revelación, puesto que se le entregan las tablas celestiales.

                La versión etiópica del Libro de Enoc, que es la más completa de las que se conservan, consta de cinco libros: Vigilantes, Parábolas, Libro del curso de las luminarias del cielo -también conocido como Libro Astronómico-, Sueños y Enseñanzas.

                En el Libro de los Vigilantes encontramos una concepción de la angelología que recuerda inmediatamente a los Catasterismos de Eratóstenes. Los seres angélicos son considerados como estrellas. En un pasaje concreto, aparecen los astros que se retuercen en el fuego y que son los que han transgredido lo ordenado por Dios antes de su orto, no saliendo a su tiempo.[2]

                En más de una ocasión figuran como los guías de las estrellas hasta casi identificarse con ellas, y en otras las estrellas simbolizan claramente la materialización del espíritu angélico.

                Los ángeles fieles son los encargados de escribir en los diferentes libros las acciones de los hombres. Uriel, que en alguna versión se confunde con Miguel, es el guía de Enoc en sus visiones, y también quien pesa las obras de los justos.[3]

                También son maestros de encantadores y adivinos, y de los astrólogos, con sus funciones perfectamente distribuídas: unos se ocupan de los signos y otros del ciclo lunar, pero Enoc no utiliza sus conocimientos de astronomía como método de predicción del futuro y sí en cambio para la elaboración detallada del calendario que era algo de vital importancia en el esquema cultural y religioso del mundo antiguo, hasta el punto de ser motivo de separaciones en las sectas o cambios de gobierno en determinadas circunstancias.

                La cuestión astronómica tiene algunos matices helenizantes: Las puertas y ventanas del cielo y sobre todo la visión del Sol en su carro recorriendo el firmamento. El Libro Astronómico hace un estudio pormenorizado de los ortos y ocasos, siguiendo los caminos del Sol y de la Luna, en cierto modo siguiendo un sistema similar al de Arato en sus Fenómenos. En el Libro de los Vigilantes, sobre todo en el relato del primer viaje, hay fragmentos que manifiestan una concepción griega del Hades palestinizada.

                Pueden identificarse además otras teorías cosmológicas de origen animista en el texto, como la con-cepción del fundamento de los cielos  y la distinción del sexo de las aguas.

                Los orígenes del movimiento apocalíptico en el mundo mesopotámico también se encuentran clara-mente testimoniados en el Libro de Enoc. Los monstruosos seres semianimales propios del género no son precisamente de procedencia helenística: Los griegos ya los habían desterrado de su mundo mito-lógico al humanizar a sus dioses, un milenio atrás. De modo que los Leviatán y Behemot son herencia de pueblos orientales.

                Como lo es en cierta medida la figura del propio Enoc. Si Enmeduranki es el séptimo rey anterior al diluvio, Enoc es el séptimo patriarca anterior al diluvio. Su asociación con el ciclo solar -recordemos que vive 365 años y nos deja 366 libros- su función como revelador de misterios y su papel de poseedor de las tablas celestiales recuerdan también al personaje mesopotámico, así como el hecho de que Enmeduranki fuera considerado el fundador del gremio de los adivinos, a quienes reveló sus secretos, del mismo modo que Enoc.

                También tienen cabida en el texto elementos de origen egipcio. Entre ellos algunos motivos de orden calendárico, como el ciclo de 8 años o el de 76. Pero quizás el fragmento más destacable, dentro del contexto aquí desarrollado,  es la situación del Seol en el Oeste y la aparición de la balanza con la que son pesadas las acciones de los justos en Occidente.

                Este lugar de condenación o espera tras la muerte, equivalente al Hades entre los griegos, siempre fue occidental para los egipcios, mientras que para los pueblos hebreos y mesopotámicos era un submundo subterráneo.

EL MUNDO EGIPCIO

                Mircea Eliade señala que la localización infraterrestre del Más Allá era una creencia predominante en las culturas neolíticas, como también lo eran las pruebas iniciáticas que el difunto tendría que superar antes de acceder al mundo de los muertos.

                La concepción de los egipcios sobre la ultra-tumba era de carácter dinámico: creían que los muertos se movían con el sol y las estrellas. Cuando el hombre de la antigüedad se imaginaba a sus muertos como estrellas polares, situaba su residencia en el Norte[4]. Cuando se creía que la meta del viaje del difunto era la tierra, la morada se localizaba al Occidente.

                Los contactos e influencias mutuas entre los diferentes pueblos del Oriente Próximo datan de tiempos arcaicos. El pensamiento hebreo se impregna de ideas caldeas, zoroástricas y egipcias durante el cautiverio y la reconstrucción del Templo. Las llanuras de Palestina y Galilea fueron ocupadas por Egipto entre los siglos XV y XII. Así, podemos leer en el Libro de Samuel : El que pesa los corazones es Yhweh ; la práctica de la justicia y la equidad es lo que Yhweh prefiere a los sacrificios. Esta alusión al peso del corazón (o del alma, o de la conciencia) es una noción propia de Egipto y está ausente en otras religiones orientales. Sin embargo tiene una importancia excepcional ya que es el preludio de conceptos, como el del juicio donde se premian o castigan las acciones de la vida, que van a aparecer siglos más tarde en otras religiones.

El Más Allá y sus dioses

                Inicialmente en Egipto se adoraba a Atum, que representaba al Sol en el momento del ocaso, como dios ctónico y a Ra como dios manifiesto. Los faraones de la V Dinastía, al proclamarse hijos de Ra le concedieron una supremacía en la religión egipcia, impregnando de carácter solar a gran número de dioses. Así es como Amón modifica su carácter y se convierte en deidad cósmica, llegando a confundirse con Ra.

                En el siglo XV, precisamente cuando Tutmosis conquista Palestina y Siria, se produce una cierta decadencia cultural. Entonces Amón-Ra es venerado en otros lugares, pasando a ser un dios universal. Un siglo más tarde, la reforma de Akhenatón exalta el valor religioso de los ritmos naturales. Finalmente, con el Imperio Nuevo, se produce la síntesis final Osiris-Ra. Así, en la XVIII Dinastía, Osiris se con-vierte en el Juez de los Muertos y presidente del tribunal donde se ejecuta el pesaje del corazón.

                El sentido más profundo del binomio Ra-Osiris se traduce en la continuidad vida-muerte-transfiguración. Al desarrollar este concepto los sacerdotes egipcios articularon en un mismo sistema el curso del sol -algo eterno e inmutable, pero a la vez cotidiano- con el drama primordial de Osiris, un episodio ligado a lo efímero e insignificante de la vida humana.

                Osiris fue venerado desde tiempos tempranos en el Delta del Nilo, aunque su culto oficial probable-mente se originó en Abidos -allí al menos se localizaba la puerta del Infierno- y como rey del mundo de los muertos fue acreditado con poder sobre el agua, especialmente la de la inundación.

                En el Libro de los Muertos aparece como la figura más importante del panteón egipcio. Su carácter de dios cósmico se originó en Heliópolis, donde se le representa como Señor del Cielo: Él controla las estrellas y recorre el Universo. En los Textos de las Pirámides aparece su aspecto de dios de la vegetación, y en los Textos de los Sarcófagos, se le identifica como un dios ctónico.

                Además prometía el triunfo en el juicio después de la muerte, puesto que era considerado como alguien que había muerto él mismo, y como dios que presidía el tribunal, siendo este rasgo probablemente un antiguo atributo.

                En cualquier tiempo y lugar es visto como rey muerto, mientras que su hijo Horus era el rey vivo. En el juicio del Libro de los Muertos, Horus y Anubis son los encargados de verificar la posición de los platillos de la balanza y hacen las veces de ayudantes de Thot, que es quien la sostiene y registra el fallo del tribunal. Como testigos presencian el juicio la felicidad, Renemtet, y la fatalidad, Shai. Un papel fundamental en el episodio está adjudicado a Maat.

                Maat en egipcio significa justicia y verdad. Está asociada al dios Ra, de quien es hija, como orden del universo y de la sociedad humana. Se la representaba sentada, y su simbología era una pluma. En el Libro de los Muertos, Maat aparece en uno de los platillos de la balanza en la que se pesaba el corazón del difunto.

El Juicio

                Ni en Mesopotamia, ni en Israel, ni en Grecia, ni en Roma existió la creencia de un juicio post mortem.  Tan sólo las corrientes apocalípticas judías, como hemos visto, lo admitieron.

                Los contactos e influencias mutuas entre los diferentes pueblos del Oriente Próximo datan de tiempos arcaicos. El pensamiento hebreo se impregna de ideas caldeas, zoroástricas y egipcias durante el cautiverio y la reconstrucción del Templo. Las llanuras de Palestina y Galilea fueron ocupadas por Egipto entre los siglos XV y XII. Así, podemos leer en el Libro de Samuel : El que pesa los corazones es Yhweh ; la práctica de la justicia y la equidad es lo que Yhweh prefiere a los sacrificios. Esta alusión al peso del corazón (o del alma, o de la conciencia) es una noción propia de Egipto y está ausente en otras religiones orientales. Sin embargo tiene una importancia excepcional ya que es el preludio de conceptos, como el del juicio donde se premian o castigan las acciones de la vida, que van a aparecer siglos más tarde en otras religiones.

     La idea de un juicio después de la muerte no está generalizada entre la población en la Grecia arcaica y clásica Sin embargo sí se conocen, y seguramente eran muy populares, los descensos al Hades de diferentes personajes: Ulises, Teseo y Pirítoo, Heracles, Orfeo, Psique. Y también aparece pronto la idea de un tribunal: Platón es el primero en citar a los tres jueces del Hades -Minos, Radamante y Eaco- y Esquilo nos lo cuenta en Las Euménides. Ambos pertenecen a una época en la que la grecidad  está entrando en contacto con Egipto (s. V-IV), momento en el que se sitúa la versión del mito de Isis y Osiris que nos transmitirá Plutarco siglos después. En cualquier caso la creencia de que las almas al entrar en el Hades fueran sometidas a un juicio no llega a arraigar en el pueblo llano, aunque sin duda los griegos conocieron estas creencias.

                Resulta significativo lo que nos cuenta Diodoro Sículo, que visitó Egipto hacia el 60 aC., sobre una costumbre aún vigente en la que el muerto, antes de recibir sepultura, debía someterse al juicio de sus convecinos. Restos sin duda de la antiquísima versión del Juicio que nos ha sido legada por los textos funerarios, y que se desarrollaba del siguiente modo:

                El difunto, antes de llegar al reino de Ra o a los Campos de Ialu, de Osiris, debía atravesar la duat, donde podía correr grandes peligros. Antes también de comparecer en el Juicio, el muerto invocaba a los cuatro cinocéfalos -animales monstruosos con cabe-za de perro- que le obligaban a pasar por un es-tanque donde se purificarían sus pecados[5].

                Conocemos cómo se imaginaban los egipcios la escena del juicio gracias a las viñetas que acompañan a los textos funerarios. La balanza está colocada en el centro de la sala. A la derecha está Osiris en su trono. Delante se sitúan los cuatro hijos de Horus -los cinocéfalos- y un monstruo -Tauret, mitad hipopótamo y mitad cocodrilo- dispuesto a devorar a los que no superen la prueba. Anubis verifica la exactitud del peso. Thot anota el resultado.

                El corazón del difunto se coloca en un platillo de la balanza; en el otro se encuentra Maat. Entonces el muerto se justifica de todos los pecados de que se le acusa, y luego se dirige a los 42 jueces que vienen a ser una especie de seres angélicos o daimones- y se disculpa de los 42 pecados que representan.

                El corazón que se pesa en la balanza es asiento de la personalidad y representa al individuo, así que el difunto a lo largo de todo este episodio y al diri-girse a los jueces está desprovisto de su persona-lidad, y habla a su corazón en tercera persona, como a un extraño.

CONCLUSIÓN

                Tenemos pues la evidencia de que los cultos solares sitúan el Más Allá en relación con el ocaso, y que el sincretismo religioso de la época helenística -cuando se estructura la doctrina astrológica- mantiene arraigada esta creencia, que adquiere una intensidad religiosa extraordinaria, en prácticamente todos los cultos imperantes.

                Aunque la astrología de los caldeos conocía desde luego la mayoría de las constelaciones, las tablillas que se conservan de la Antigua Babilonia son matemáticas más que astronómicas. Ellos son autores desde luego del sistema sexagesimal, midiendo con él los ángulos de tiempo y espacio, y de la división duodenaria, pero en sus especulaciones la cuestión primordial no era su veracidad o su comprobación empírica, como entre los griegos, sino si el cálculo proporcionaba resultados precisos. Además, la astrología babilonia que mejor conocemos no es la anterior a la griega, sino contemporánea de ésta. Lo mismo puede aplicarse a la astrología egipcia.

                Se ha polemizado mucho sobre qué cultura tiene en su haber el “invento” de la doctrina astrológica, pero esto no es un patrimonio exclusivo. Los griegos discutieron sobre su atribución a caldeos o egipcios, llevándose entonces el prestigio estos últimos, posiblemente porque los propios egipcios helenizados contribuyeron a ello. Pero aunque el origen de la astrología puede atribuirse a los caldeos, su sistema de predicción era muy elemental y -lo que es más significativo, puesto que constituye el núcleo de la astrología misma- no se ocupaba de pronósticos individuales. Es decir, la horoscopía personal, o lo que es igual, la astrología genetlíaca, es obra de los griegos.

                Por ello podemos deducir que la conformación definitiva del Zodiaco como tal, con sus funciones, simbología y el orden con que hoy lo conocemos, es también fruto del pensamiento helenístico.

                La observación directa de los fenómenos naturales -sea o no la Tierra el centro del Cosmos- permite establecer una relación entre los movimientos terrestres de rotación y de traslación: los doce meses del año se equiparan entonces a las doce horas iguales. Este sistema conduce a la analogía, que aún se mantiene en la tradición astrológica, en la cual un año es igual a un día.

                Así, Aries se convierte en puerta de la primavera, y también del amanecer[6], mientras que Libra, como puerta del otoño, se corresponde con el anochecer.

                Ahora bien, aunque la Balanza aparece en el firmamento como constelación desde tiempos remo-tos, Libra no era considerada como signo zodiacal por los antiguos, que la llamaban Chële, o las Pinzas del Escorpión, figura ésta que ocupa una porción mucho mayor del cielo.

                Para mayor precisión, podemos seguir la historia de la adscripción de Libra al Zodiaco estelar a través de los textos:

                Homero menciona pocas constelaciones a decir verdad: Las Pléyades, Orión con El Perro, y algunas más, todas ellas utilizadas desde tiempos remotos para la navegación. Sin embargo, en la Iliada, ya aparece Zeus sosteniendo la Balanza en el combate entre Héctor y Aquiles (Il.XXII, 209)

                Hesíodo, en su calendario donde ya aparecen los orígenes del sistema de los paranatellonta, también resulta una fuente escasa: la astronomía griega aún no estaba suficientemente desarrollada para ello, de manera que Trabajos y Días nos ofrece solamente la información sobre el orto, ocaso y culminación de algunas estrellas -Las Pléyades, Las Híades, Arturo y Sirio, al que precisamente es este autor quien denomina por vez primera con este nombre al Perro de Orión- para determinados días del año.

                Lamentablemente no disponemos del catálogo de Eudoxo de Cnido (s. V-IV), pero su utilización por parte de Arato (s. III) puede ilustrarnos al respecto. En los Fenómenos tampoco se menciona la Balanza, y su lugar está ocupado efectivamente por las Chële.

                Eratóstenes, que escribe en el mismo siglo sus Catasterismos tampoco menciona a Libra. Sin embargo entre esos personajes mitológicos elevados al mundo estelar figura Diké  -la Justicia griega- y se encuentra representada en la zona del cielo inmediatamente colindante, es decir, en Virgo.

                Finalmente Manilio -que es contemporáneo de Augusto- en su Astrología, donde ya sí está estructurado el Zodiaco, utiliza indistintamente el término de Balanza y el de Pinzas para referirse a esa zona del cielo.

                Sólo en Ptolomeo, que es posterior y ya de nuestra era, podemos encontrar definitivamente la Balanza instalada en el Zodiaco, aunque posible-mente fuera el último de los signos adscrito a la banda estelar, y esto habría ocurrido entre los siglos III y I.

                Hemos visto a lo largo de este estudio diferentes versiones de un mismo mito. En ellas aparece sistemáticamente la Balanza situada al occidente como un motivo escatológico vinculado a la Justicia. Que-da sólo una última precisión, que resulta curiosa pero no es inexplicable: Libra es la única representación zodiacal de un objeto, mientras que el resto de los signos nos remiten a figuras animales -en su mayor parte- o humanas. Por algo se llama Zodiaco (rueda de animales, según algunos; rueda de la vida, según otros) a la banda estelar que ciñe la eclíptica. Podría deducirse de ello que la adscripción de los signos animales es de origen babilonio, los humanos son propios de la cultura griega y finalmente Libra, que es la representación de un concepto, sería de procedencia egipcia.

Bibliografía

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Trebolle Barrera, J. La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia. Trotta. Madrid, 1998.

Fuentes

Apócrifos del Antiguo Testamento T. IV. Edición dirigida por A. Díez Macho. Cristiandad. Madrid, 1984.

Arato. Fenómenos. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid, 1993.

El Libro de los Muertos. Edición de J.M. Blázquez y F. Lara Peinado. Editora Nacional. Madrid, 1984.

Eratóstenes. Mitología del firmamento. Alianza, 1999.

Hesiodo. Obras y fragmentos. Edición de A. Pérez Jiménez y A. Martínez Díez. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid, 1978.

Homero. Iliada. Edición de E. Crespo Güemes. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid, 1991.

Homero. Odisea. Edición de M. Fernández Galiano. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid, 1982.

Manilio. Astrología. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid, 1996.

Plutarco. De Isis y Osiris. Obras morales y de costumbres VI. Ed. Gredos. Madrid, 1995.

 

[1] Las únicas obras del género que entran en el Canon son el Libro de Daniel y el Apocalipsis de Juan.

[2] Curiosa manera de verificar la retrogradación de los planetas, a la que probablemente se refiere el texto, y que se atribuye a la desviación o perversión angélica.

[3] Conviene recordar aquí que en la iconografía cristiana San Miguel aparece con una balanza y su festividad se sitúa el 29 de Septiembre, fecha muy próxima al equinoccio de otoño.

[4] Cuando Ulises viaja hacia el Hades dirige su embarcación también hacia el Norte.

[5] Este tipo de pruebas iniciáticas o de limpieza espiritual -según señala Mircea Eliade- forman parte de una herencia inmemorial y se testiguan en numerosas religiones arcaicas. En estos conceptos encontramos también el origen remoto de las ideas cristianas de cielo, infierno y purgatorio.

[6]  En un templo de Karnak Amón, el dios solar manifiesto -es decir, diurno- aparece representado como un carnero, que nos recuerda el signo de Aries.