EL BUENO DEL NIÑ@ MAL@

Me gustaría reflexionar brevemente sobre esa dualidad interna que todos llevamos dentro, con más o menos consciencia de ello: la dualidad niñ@ buen@/niñ@ mal@ (en adelante no usaré la @). Fiándome de mi proceso personal y de mi experiencia como terapeuta gestáltico creo que en este juego polar del niño bueno/niño malo radica, a menudo, el nudo corredizo que nos ata a la culpa, al rencor, al autoengaño y, en definitiva, al sufrimiento neurótico.

Este juego del escondite (donde acabamos por no encontrarnos) nace en el núcleo familiar, al servicio de que nos quieran, de que nos vean y nos tengan en cuenta. El juego lo pone en marcha las poderosas expectativas familiares de lo que debemos ser, generalmente emanadas de las propias necesidades básicas de mamá y papá. Lo habitual es que desde la necesidad imperiosa de ser nutridos emocionalmente decidamos cumplir esas expectativas familiares y desde ahí adoptemos el papel de niños buenos. Poco a poco, nuestras necesidades básicas e irrenunciables, que no se adaptan a esa imagen de niño bueno, son encerradas en el cuarto oscuro de lo prohibido, de lo peligroso y, así, se van convirtiendo en nuestro niño malo que con el paso de los años se va enfadando, por su encierro, y se va haciendo “más malo”, lógicamente.

La prioridad del niño es ser nutrido y completado emocionalmente. Generalmente el niño bueno es la mejor baza para conseguirlo y si tuvo éxito es también nuestra actual estructura básica emocional para ser queridos. Si no tuvimos éxito y, a pesar de nuestro niño bueno, nos sentimos abandonados, sin sitio emocional en nuestra familia, entonces, probablemente,  no tuvimos más salida existencial que la de apostar por la rebeldía del niño malo. En el fondo la historia de los rebeldes suele iniciarse en el fracaso infantil de su niño bueno para ser valorado.

Y de este primer dilema existencial de los niños surgen los adultos dilematizados que cuando necesitan resolver su interna escisión buscan ayuda y  llegan a la terapia correspondiente casi siempre de la mano de su niño bueno cumplidor aunque apenas hace falta rascarle un poco para sentir el dolor, la rabia y el susto del niño reprimido durante tanto tiempo.

Mi experiencia habitual me dice que suelen dominar los niños buenos en el contacto más superficial con el mundo, con los demás y  lo demás. Sin embargo, paradójicamente solemos buscar (inconscientemente) en nuestras relaciones emocionales más profundas (pareja, familia, creencias) situaciones de integración para nuestros niños negados.

No importa si tuvimos éxito en nuestra infancia apostando por una de las dos caras de esa inocente dualidad que todos llevamos dentro, no importa porque no fue una elección interna de nuestro ser sino una elección externa (también psicosocial) de nuestra familia, de nuestros papás. Lo que si importa, en nuestro presente adulto, en el aquí y ahora, es la pelea que se traen ambos niños en nuestro interior, en nuestro “sótano existencial” donde no solemos llevar a las visitas, ni a los amigos que más bien conocen nuestro hermoso “ático soleado”, de educado y amoroso bla, bla seductor. Tampoco permitimos que entren en ese cuarto oscuro de nuestras emociones negadas nuestras parejas aunque bien pensado, antes o después (más bien lo primero) lo hacen porque es inevitable que escuchen ruidos extraños, golpes preocupantes por ahí abajo , en nuestras tripas, a la altura de nuestras necesidades más básicas. Y algún día -o noche, seguramente- nos cogen las llaves (es decir, las vueltas) y abren el sótano de nuestro niño malo con el susto consiguiente para la atrevida pareja y la vergüenza culposa  -a menudo envuelta con rabia- de nuestro niño bueno.

Cuando el niño bueno tuvo éxito en la familia la pelea presente, en el adulto, suele estar focalizada en el cuerpo, en su sensibilidad o bloqueo para el contacto emocional con otros cuerpos mediante el lenguaje de la piel, del instinto, de la pasión, del deseo, de la ternura. El niño bueno es un excelente tejedor de mapas mentales desde el hilo del dato, de la información que procede del mundo, de los demás y lo demás.  Es un experto analista del entorno puesto que se forjó afinando esa antena que le permite intuir lo que los demás esperan de él. Esta habilidad para adivinar las expectativas ajenas le proporciona tablas en sus relaciones con los demás pero también embota la propia escucha de sus necesidades internas. La voz interior que nos habla desde el lenguaje de la piel (lenguaje sospechoso para la cultura familiar) queda enmudecida, encerrada en el cuarto oscuro de lo prohibido. Con el tiempo, al adulto le empieza a doler poderosamente su niño del cuarto oscuro que ya ha sufrido suficiente exilio y cuyo acumulado enfado, un buen día, remueve toda la persona sin que sirva de mucho todos los juegos del niño bueno para tranquilizarlo o entretenerlo. El dolor y la rabia acumulados por el niño negado del cuarto oscuro amenazan con romper a la persona, su salud y sus relaciones, poniendo patas arriba toda la casa, todo el ego.

La idea que tenemos de este salir –la sombra- del armario es terrible porque sentimos dentro un personaje (un Mr. Hyde) capaz de hacer daño, capaz de agredir o agredirnos, de utilizar  sin culpa a los demás, alejándonos de ellos, hasta quedarnos solos y/o deprimidos. Y, sin embargo, una vez liberada e integrada esta energía tan básica, tan instintiva, tan nuestra, nos sentimos internamente más fuertes y seguros que nunca, capaces de hacernos responsables de nuestra vida, de nuestros deseos, de nuestra ambición, de nuestras decisiones. Y una vez aliviados de esa sombra feroz, que a la luz de la consciencia no lo es tanto y que teníamos envuelta con hermoso papel de regalo, vamos sintiendo paz y autoaceptación. Y no hay cambio más necesario ni más importante.  

Pepe Valero

Terapeuta gestáltico